Mikel Irujo
«Europa es demasiado grande para estar unida, pero es demasiado pequeña para estar dividida». Así definía el doble destino de nuestro continente el geógrafo Daniel Faucher y se puede asegurar que los europeos llevamos los últimos 50 años moviéndonos en esa dicotomía. Antes de eso, únicamente algunos ‘‘idealistas utópicos’’ (así se les llamó entonces) como Coudenhove-Kalergi, Briand o Jean Monnet soñaban con una unión de los ciudadanos de Europa, que no estuviera basada en unos Estados que tanto sufrimiento habían traído. En 1945, Europa es sinónimo de desolación. Cerca de 50 millones de muertos, cientos de ciudades devastadas y economías destrozadas fueron testigo dramático de aquello. Al grito de ‘‘en pie Europa’’ un año más tarde Winston Churchill consiguió remover y relanzar todos aquellos trabajos y energías europeístas, que de no haber sido tachadas de utópicas pocos años antes hubieran podido evitar la guerra. En 1948, todos ellos se reúnen en La Haya para trabajar en la idea común de una Europa unida. Pero rápidamente se empezaron a entrever los distintos conceptos que existían sobre dicha integración. Por un lado los llamados ‘‘unionistas’’ apostaban por una unión que no limitara la soberanía de los Estados. Éstos serían los protagonistas y apostaban por la creación de comités, instituciones comunes, alianzas, etc., pero teniendo en cuenta que el proceso era largo y que había que empezar poco a poco, siempre, insisto, desde el respeto escrupuloso de la soberanía estatal. Por otro lado, los ‘‘federalistas’’ reclamaban un federación efectiva de los pueblos de Europa, dotada de poderes reales en la que los actuales Estados pasarían a ser federados. Entonces se dijo, a modo de consenso, que a corto plazo las tesis unionistas serían las válidas para comenzar el proceso, y a largo plazo serían las federalistas las que se impondrían. Hoy en día, nadie discute la necesidad de un proyecto común europeo. Evidentemente nadie en 1945 hubiera podido imaginarse los avances que se han producido, la creación de las Comunidades Europeas, de la Unión, de instituciones comunes, de un Parlamento Europeo … También es cierto que la construcción europea ha traído consigo la paz y cierta prosperidad (digo cierta, porque pocas veces los dirigentes de los Estados se acuerdan de ese casi 15% de los europeos que viven en el umbral de la pobreza). Indiscutible, desde esa perspectiva ha habido muchos avances. Pero han pasado 50 años y muchos consideramos que es hora de pedir mucho más a Europa. Es evidente que la actual Unión Europea está fundada sobre aquellas tesis ‘‘unionistas’’, es decir, sobre los Estados. El consenso al que se llegó en aquel congreso de La Haya de 1948 de ver una Europa de los pueblos y ciudadanos a largo plazo todavía no se ha cumplido. Y ha llovido mucho desde entonces. El texto constitucional que tenemos que votar el domingo 20 no altera ni modifica en nada la actual estructura y pilares de la Unión Europea. Así, estamos ante un texto que nos presentan 25 jefes de gobierno. La Convención para el futuro de Europa (2002-2003) no cubre, ni de lejos, el papel de un auténtico constituyente. La Carta de Derechos Fundamentales, si bien es un paso, protegerá los derechos exclusivamente en el ámbito del derecho comunitario, siendo además en muchos aspectos inferior en protección al Convenio Europeo de Derechos Humanos de 1950. El Parlamento Europeo adquiere algo más de protagonismo, pero siempre sujeto a la co-decisión (ahora procedimiento ordinario) del Consejo, es decir, cualquier decisión de la única cámara elegida directamente por los ciudadanos, deberá tener el visto bueno de los Estados. Esto sólo en la mayoría de las ocasiones. En materias sensibles como la política económica, competencia, acción exterior, fiscalidad, muchos aspectos de asuntos de justicia e interior, política social etc… el Parlamento será únicamente ‘‘consultado’’, en otras palabras, los gobiernos de los Estados decidirán exclusivamente en todos esos ámbitos. Lo descrito no es democrático. En el funcionamiento diario de las instituciones comunitarias el Consejo, es decir, los ministros de los Estados miembros, aprueban reglamentos y directivas (se denominarán leyes europeas según la Constitución) sin ningún tipo de control. El Consejo asume en Bruselas los papeles de ejecutivo y legislativo. Peor aún, sus decisiones tampoco están sujetas a ningún tipo de control jurisdiccional. A modo de ejemplo, la propuesta de creación de euro surgió a iniciativa de la gran banca y patronales europeas y no tuvieron más que convencer a doce ministros para que se aprobara. Ningún Parlamento, ningún ciudadano y ningún Tribunal pudo siquiera opinar sobre el asunto. El mercado único en su conjunto está diseñado de esta manera. Lo que en círculos académicos se ha denominado siempre como ‘‘déficit democrático’’ de la Unión, es a mi modo de ver un deliberado modelo tecnocrático. Algunos argumentan que siempre ha sido así y que debemos avanzar poco a poco. Pero ya es hora de pedir mucho más a Europa. Hace 50 años para muchas mujeres del continente era todo un logro poder votar; hoy pedimos mucho más. Hace 50 años para muchos europeos era un logro que en su ciudad hubiera hospitales; hoy en día pedimos mucho más. ¿Hasta cuándo tendremos los europeos un Parlamento cuya voluntad esté sometida a la voluntad de los gobiernos de los Estados? ¿Hasta cuándo los pueblos de Europa seguiremos marginados de la realidad política comunitaria? ¿Hasta cuándo tendremos que esperar para que una Constitución respete la diversidad cultural y lingüística de Europa? ¿Hasta cuándo tendremos que esperar para llegar a una federación de los pueblos de Europa, tal y como soñaron los padres de la idea de unidad europea? Hay que decir que no a esta Constitución para decir que sí a Europa. El próximo día 20 hay que decir al Gobierno de Madrid que no admitimos un Tratado que no nos reconoce como pueblo, pero también hay que decirle que no compartimos el actual modelo europeo, porque después de 50 años es hora de pedir mucho más a Europa.
Fuente: Mikel Irujo