Begoña Errazti Han pasado 45 años desde el asesinato de las hermanas Mirabal, tres activistas políticas asesinadas el 25 de noviembre de 1960, a manos de la policía secreta del dictador Rafael Trujillo en la República Dominicana. En recuerdo a ellas, en el primer Encuentro Feminista de Latinoamérica y del Caribe, celebrado en Bogotá en julio de 1981, las mujeres allí reunidas declararon el 25 de noviembre Día Internacional contra la Violencia hacia las Mujeres. En aquel encuentro denunciaron tanto la violencia de género como la violación y el acoso sexual, tanto en el ámbito privado como estatal. Incluidos la tortura y los abusos sufridos por prisioneras políticas. Años más tarde, mucho tiempo después, en 1999, la ONU dio carácter oficial a esta fecha.
Desde entonces, cada 25 de noviembre son innumerables las declaraciones que se aprueban con el objetivo de lograr incidir en la conciencia pública sobre la gravedad de todas las formas de violencia que se ejercen hacia las mujeres, para recordar que cualquier forma de violencia representa una privación de los derechos humanos más elementales e insistir en que las mujeres de todo el mundo tenemos derecho a vivir libres de violencia.
Es cierto que se han aprobado leyes, planes, recomendaciones por parte de distintos organismos, sean éstos municipales, regionales, estatales, europeos, internacionales sobre la igualdad entre hombres y mujeres. Sin duda han supuesto un avance importante en la defensa de los derechos humanos. Pero la realidad constata que sigue habiendo mujeres víctimas de violencia: en los conflictos armados la violencia contra las mujeres es utilizada como arma de guerra, hay países que siguen permitiendo la mutilación genital, hay mujeres obligadas a ejercer la prostitución, violadas, golpeadas en su hogar, limitadas en su capacidad de decisión…
Es decir, vivimos en un mundo donde las relaciones entre hombres y mujeres están basadas en la supuesta superioridad de un género sobre otro, viciadas por un desequilibrio en el reparto de poder entre los sexos pese a las legislaciones nacionales e internacionales a favor de la igualdad. Por ello hay que destacar la importancia de que los gobiernos suscriban la jurisdicción de la Corte Penal Internacional, que deja claro que las violaciones y las agresiones sexuales constituyen crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. Hay que exigir a la ONU que obligue a los gobiernos al cumplimiento del Convenio sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación hacia las Mujeres.
Tenemos que continuar recordando las conclusiones de la Plataforma de Acción de Pekín. Que pasan por la exigencia al Gobierno del Estado de los instrumentos jurídicos necesarios para garantizar la defensa y la protección ante los abusos, subrayando la necesidad de un desarrollo íntegro de la Ley de Igualdad de Hombres y Mujeres, y que ha definido la violencia contra las mujeres como cualquier acto de agresión por razón de sexo que resulte, o pueda resultar, en daño físico, sexual o psicológico o en el sufrimiento de la mujer, incluyendo las amenazas de realizar tales actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, que se produzcan en la vida pública o privada.
Tampoco debemos obviar nuestra responsabilidad política en el ámbito nacional vasco, posibilitando los desarrollos normativos necesarios, así como su materialización práctica, que únicamente puede entenderse como el respeto total a las mujeres en todos los ámbitos.
Las mujeres debemos movilizarnos, apoyarnos unas a otras, sin dejar pasar ninguna actitud que suponga menoscabo de nuestros derechos de personas.
Para ello es fundamental nuestra actitud individual diaria, solidaria con otras y responsable con todas. Las leyes son importantes pero la exigencia concreta desde los pequeños actos diarios también.
La existencia – y persistencia – de la violencia contra las mujeres es la máxima expresión de la discriminación hacia la mujer. Por eso, y por la vulneración de derechos y de libertades elementales que supone, se impone otro modelo de sociedad construida sobre la base del respeto necesario entre todas las personas, pilar fundamental de la convivencia.
Fuente: Begoña Errazti