Artículo de opinión de Begoña Errazti La emancipación de la mujer como ser autónomo en pie de igualdad con el hombre sigue siendo un objetivo por alcanzar. Su situación en el llamado Tercer Mundo, donde se vulneran sistemáticamente sus derechos más básicos, o el fenómeno de la violencia de género, en el caso de nuestra sociedad, son seguramente las evidencias más violentas de la persistencia de una mentalidad dominadora que intenta degradar a la mujer, e incluso aniquilarla físicamente.
Fenómenos cada vez más denunciados pública y oficialmente, aunque no siempre con el rigor y la sinceridad necesarias. Un ejemplo es el cariz morboso con el que se trata la violencia de género en determinados programas mediáticos. Otro, el criterio interesado con que se manipula esta denuncia en el ámbito internacional, en función de otros intereses políticos y geoestratégicos. La situación de la mujer en Afganistán se hizo pública mientras interesó crear un estado de opinión en contra del régimen talibán para justificar la invasión de EEUU. Ahora, pese a que la situación de las afganas es la misma, se ha dejado de lado. Por no hablar de Arabia Saudí, Egipto, México, países en los que la mujer es ultrajada a diario pero se oculta porque se trata de gobiernos aliados .
El avance de la mujer en todo el mundo se ha debido fundamentalmente a su propio esfuerzo y solidaridad, y al apoyo de algunos hombres, padres y compañeros, que por amor han impulsado el desarrollo de sus hijas y parejas. Es cierto que en un periodo no muy largo de tiempo hemos dado pasos determinantes que nos han posicionado en la primera línea de la vida social, cultural, económica y política.
Pero no en condiciones de igualdad. Los últimos datos del Instituto de Estadística del Estado español revelan alarmantes diferencias salariales entre trabajadores y trabajadoras del mismo rango, en función del sexo. Según el INE, los hombres cobran de media el 40% más que sus homólogas femeninas, diferencia que sube hasta el 51 % en el caso de licenciados/as. Un dato significativo, ya que durante años creímos que el acceso masivo de la mujer a la universidad y su ascenso a mayores niveles responsabilidad derivaría en una equiparación efectiva con el varón. Pero cobramos prácticamente la mitad por el mismo trabajo, y seguimos sin participar de forma normalizada en puestos ejecutivos.
¿Cuál es la causa? Las convicciones machistas que persisten bajo el discurso políticamente correcto de la igualdad, y que se ponen de manifiesto a la hora de contratar, ascender o considerar el trabajo de una mujer. En menor medida, aunque también, la indecisión de algunas mujeres a la hora de entrar en terrenos que añaden complicaciones a la vida privada.
Sabemos que, en nuestro caso, el acceso a mayores responsabilidades comporta, por lo general, cargas añadidas; ya sea por el intricado y sutil mundo de los prejuicios que impera aún en muchos ámbitos de decisión, o porque, en las actuales circunstancias, la dedicación que exigen puede minar nuestro desarrollo personal en otras facetas que consideramos también importantes, como la maternidad. La corresponsabilidad en todas las áreas, incluida la familia, es la clave para hacer frente a esta situación.
Es cierto que algunas administraciones públicas han puesto en marcha planes para la igualdad, pero en muchos casos no tienen la eficacia pretendida. Y es que el compromiso con la igualdad pasa por un cambio en la mentalidad colectiva, de los hombres y de las mujeres, y en todas las áreas de la vida, tanto la pública como la privada. Pero también por el desarrollo de unos servicios sociales óptimos que cubran los múltiples flancos que ha dejado al descubierto la incorporación de la mujer al mercado laboral.
La escasez de centros de educación infantil, centros de día y otros servicios de atención a personas dependientes (niños, mayores, enfermos…) obliga a muchas parejas a tomar la decisión de que uno de sus miembros prescinda del trabajo externo para dedicarse al cuidado de estas personas. Y como habitualmente el salario de la mujer es menor, por efecto de la propia discriminación, habitualmente es ella la que renuncia.
Una dinámica alimentada por los propios sectores conservadores que, amparándose en el argumento de la conciliación de la vida familiar y laboral, reservan para las mujeres los contratos más precarios, los de tiempo parcial y temporales, de forma que pueda seguir supliendo a los servicios sociales.
La igualdad real parte de la premisa de que no debemos renunciar a ninguna de nuestras capacidades y facetas personales, ni en la familia ni en la profesión. La conciliación real consiste en que los hombres asuman su parte y el Estado ponga los medios, no en encerrarnos a nosotras nuevamente en el hogar.
El ejemplo de los países del norte de Europa ilustra cómo un estado del bienestar bien desarrollado permite esta conciliación sin costes personales. La demostración es que, en estos países, las tasas de participación de la mujer en el mercado de trabajo y las tasas de fertilidad son superiores a las nuestras. No tienen que elegir, ésta es la cuestión.
La precariedad, la temporalidad y los menores salarios originan además otras consecuencias, al generar menores prestaciones de desempleo y pensiones, porque se ha cotizado menos, en menor periodo de tiempo, o no lo suficiente como para tener derecho a dichas prestaciones. Dando lugar a lo que llamamos la feminización de la pobreza. Y un ejemplo es el de las viudas.
La experiencia del último siglo en la lucha por la igualdad ha demostrado que la emancipación femenina no es un objetivo inalcanzable, pero sí todavía pendiente. Y que su consecución vendrá de la mano de políticas progresistas que basen este avance en nuestra consideración como personas en igualdad de derechos y obligaciones que los hombres. En todos los ámbitos, sin excepción.
Debemos oponernos a cualquier planteamiento que no garantice una igualdad de oportunidades real entre mujeres y hombres y estar atentas a los intentos de retroceso sobre este derecho. Hombres y mujeres compartimos el mundo, y debemos sumar nuestros esfuerzos en un avance que beneficia a todas las personas, y el futuro de nuestros hijos e hijas. Éste es sin duda uno de los retos esenciales de la humanidad en este momento.
Fuente: Begoña Errazti