Carlos Garaikoetxea
La necesidad de contar con un procedimiento democrático (siempre necesario para poder resolver cualquier cuestión opinable) en lo concerniente a la forma de organizar políticamente Navarra y sus relaciones con otros territorios vascos, no es fruto de un capricho circunstancial o de una coyuntura política excepcional que haya perdido actualidad. La existencia de dos maneras de concebir Navarra, bien en sus estrictos límites actuales, bien como parte fundamental (con su centralidad política siempre aceptada por el nacionalismo vasco) de una comunidad natural «vasconavarra» más amplia, ha sido una constante que ya ha hecho una larga historia. En la Transición llegó a conseguir mayoría de votos navarros favorable a esta segunda opción por la adhesión del PSOE; durante la República vivió el episodio del Estatuto de Estella y su ulterior y azarosa evolución en el teatro Gayarre de Iruña; en el Siglo XIX recogía iniciativas políticas de las propias instituciones como el llamamiento de la Diputación Foral de Navarra en 1868 a las Diputaciones «hermanas» de las Vascongadas «para unirse con los vínculos más íntimos» considerando las afinidades e intereses de toda naturaleza que les unían, o surgía al partido PRDF en Tudela que abría las puertas no solo a Vascongadas, sino a la Baja Navarra y La Rioja, desde una concepción de la Navarra Grande, la Vasconia histórica. No seguiré evocando expresiones significativas de esa concepción de la que fueron exponente los ilustres intelectuales navarros del XIX que fundaron la asociación Euskara, con su lema Zazpirak Bat para referirse a la comunidad cultural, natural de Euskalherria (que más de un arrivista de la navarridad califica de invento actual). Con éstos y otros episodios históricos (¿muchos de ellos poco después de que el lingüista Bonaparte denunciara en su mapa la agonía del Euskara casi a las puertas de Tafalla!), sólo quiero señalar algunos testimonios de la existencia legítima de una forma de entender Navarra por sus autóctonos, al menos con tanto amor a su tierra como el que más, pues la entrega a sus ideales no correspondía precisamente a la defensa de intereses personales oligárquicos, sino a la noble aspiración de dotar a Navarra de instrumentos eficaces para defender mejor sus señas de identidad cultural e intereses legítimos (alguien me decía recientemente que «el tren de velocidad alta» mejor se habría resuelto en acción conjunta con la CAV) presentes en una comunidad vasca o vasconavarra, que tanto da el nombre.
Tras un período de atroz «deseuskerización» (a pesar de que Osasuna, Oberena, Anaitasuna o Iruña jugábamos al fútbol en la Ribera contra Azkarrena, Erriberri, Azkoyen, Alesvas o Muskaria ¿las raíces se evocaban con orgullo!) llegó la llamada Transición, y hubo que afrontar una solución democrática a materia tan controvertida ya secularmente: cómo organizar política e institucionalmente el futuro de Navarra.
Me tocó asistir a la más ardua negociación que viví en aquella época de «preautonomías», proceso constitucional y antesala de Estatutos que se desarrolló en los años 77 y 78. En aquellos años, conviene recordarlo, el Partido Socialista navarro, parte del PSE-PSOE, firmó con los nacionalistas el llamado Compromiso Autonómico, proponiendo significativamente hacerlo en Pamplona, en cuya sede ondeaba la ikurriña, (algo que hace más dolorosa su nueva veleidad al proponer la supresión de la Transitoria 4ª).
Representantes máximos del Gobierno y la UCD y el PSOE, con presencia también de líderes navarros como Urralburu, Del Burgo, mantuvimos una ardua negociación, en la que estuvimos presentes Ajuriaguerra, Aguirre y yo mismo por el Nacionalismo Vasco. Mientras, la Asamblea de Parlamentarios Vascos se había constituido, presidida por Manuel Irujo, senador navarro, y con Urralburu, diputado, como secretario.
En la sede de la Presidencia del Gobierno, Castellana 3, que a la sazón ocupaba el Vicepresidente Abril Martorel (el negociador «duro» de la UCD), se alcanzó una salida consensuada, (¿ningún consenso deja feliz a todos!), para que el problema que nos ocupa se resolviera a través de la expresión de voluntad de la mayoría de los navarros, en su Parlamento y en referéndum posterior. La pretensión inicial de los representantes de la UCD navarra proponía mayorías cualificadas del 75%, después del 66% y además, que sólo se realizara la consulta una sola vez y para siempre….. Finalmente se acordó que pudiera realizarse, en su caso, en legislaturas diferentes y en períodos mínimos de cinco años. Esto explica esa técnica legislativa (quizá no la más adecuada), que constituyó la excepcional Transitoria 4ª de la Constitución.
¿Claro que a algunos nos hubiera gustado otro tipo de disposición más acorde con nuestras convicciones respectivas, entre otras las que hoy sugieren críticos de entonces, que ahora defienden la dichosa Transitoria 4ª, por ejemplo, una libre opción multidireccional para que Navarra se una o federe con quien quieran los navarros, algo vedado por la Constitución Española, salvo en el caso exceptuado de Navarra y Vascongadas que los máximos representantes de UCD y PSOE, con sus representantes navarros, aceptaron en su día como algo lógico, por las razones ya repetidas, es decir la presencia ya secular y actual de dos formas legítimas de concebir Navarra.
En definitiva, con la obsesiva pretensión de suprimir esa vía lógica y excepcional, transaccionada con dolor como siempre se hacen los compromisos políticos entre antagonistas, no sólo se pretende cerrar una vía racional y democrática para dos opciones políticas permanentes en nuestra sociedad (no existen otras pretensiones asociativas con otras comunidades que alguien ahora pretenda inventar), sino que se rompería uno de los compromisos políticos más laboriosos suscritos con vocación de perdurabilidad, (la transitoriedad habla de sucesivos períodos de cinco años mínimos para ejercer una opción), salvo que Navarra sea capaz de ensanchar esa fórmula sin establecer restricciones a la voluntad de sus ciudadanos, al fin y al cabo, la «última ratio» democrática que deberíamos defender todos. Romper ese compromiso histórico y hacer imposible una opción política excepcional y legítima, (ojo, incluso arrebatando a los navarros su decisión exclusiva por otras reformas constitucionales, como las derivadas del «cierre» de la 17 autonomías que trasladarían al conjunto del estado su ratificación), sólo puede acarrear serias e imprevisibles consecuencias para nuestra mejor convivencia.
Fuente: Carlos Garaikoetxea