En el año 2000, un popular y mundialmente conocido programa de televisión aventuró una futura presidencia de Donald Trump. La serie se llama The Simpsons y en el gag correspondiente se decía que en un futuro cercano la administración Trump llevaría a Estados Unidos a la ruina económica. Y es que hasta esta semana que alguien como Donald Trump pudiese llegar a ser presidente de Estados Unidos solo cabía en la imaginación del creador de algún producto televisivo y es que el propio Trump, como un auténtico showman, ha construido su imagen en torno a su personaje. Trump es un actor en su propia vida y será, tras Ronald Reegan, el segundo que dirigirá Estados Unidos.
Hasta el supermartes, la demoscopia, los periodistas y los analistas no daban credibilidad a que un millonario conservador, grosero, misógino, homófobo y racista pudiese ocupar el sillón del despacho oval. Algo, por otra parte, sorprendente teniendo en cuenta que Trump paso a paso ha ido venciendo a todos sus oponentes republicanos hasta hacerse con la Casa Blanca. No solo esto, sus formas chulescas han obligado a su oponente a enfangarse, donde no han primado las ideas o propuestas políticas, sino los ataques personales.
El concepto del mal menor aplicado a Hillary Clinton no ha calado entre una audiencia cansada del establishment, ni dentro ni fuera del país. El filósofo marxista y anticapitalista Slovoj Zizek ha apostado públicamente por la victoria de Trump. Para Zizek, Clinton representaba el continuismo de un sistema político y económico perjudicial para el orden estadounidense y también mundial. A su juicio, es bastante improbable que Trump aplique políticas fascistas -aunque todas sus declaraciones indican lo contrario-, pero su victoria hará que tanto el partido Republicano como el Demócrata tomen medidas autocorrectoras. Dicho de otra manera, para el filósofo sueco Estados Unidos va implosionar y el actual sistema de equilibrios políticos y de mercados -de los que Clinton iba a ser fiel garante- va a cambiar de raíz. Es decir, dejemos que el edificio se tambalee y se derrumbe el edificio para que podamos construir encima.
Desgraciadamente, la última crisis económica y financiera ha demostrado que una sociedad castigada, que pierde derechos y poder adquisitivo no se vuelve hacia la izquierda, y muchísimo menos hacia la revolución, sino que mira a la derecha buscando estabilidad y garantía, optando por apoyar las políticas que le han llevado a la situación de empobrecimiento en la que se encuentra.
En ese sentido, es más probable que la victoria de Trump sea un hito más en la evolución del neoliberalismo hacia el fascismo en lugar de un punto de inflexión o una oportunidad de viraje del orden mundial. Un hito más que tal vez se inició con el Brexit –que también recibió voto “cabreado” que al día siguiente se asustó de lo conseguido sin posibilidad de arreglarlo- y continuó con el no a la paz en Colombia. Ojalá no sea el precedente de una victoria de Marie Le Pen y su Frente Nacional en mayo pero existen razones para la preocupación.
El discurso supremacistas, racista, machista de Trump ha generado fractura social, dividiendo el país en dos con un muro más alto que el que quiere construir en México, el muro del odio. El enfrentamiento entre las partes, entre el multiculturalismo y el proteccionismo no económico sino racial y de género. Porque se ha hablado mucho del machismo, o la misoginia, de Trump, pero ¿y la de la sociedad hacia Hillary Clinton? Resulta difícil pensar que el resultado hubiera sido el mismo con un hombre con las mismas características de Clinton: ambicioso, miembro del sistema, con el peso de un apellido,… Como advirtió hace meses el polifacético Michael Moore, el estadounidense medio cree que ya ha tenido suficiente con 8 años de un afroamericano en la Casa Blanca para permitir que entrara una mujer. Y, por otra parte, la sociedad que consideró que un hito histórico que un afroamericano entrara a la Casa Blanca –y lo era- ha quitado importancia a que ese peso lo dé una mujer, pese a ser igual de inédito.
Desde Europa resulta impensable que ese estadounidense medio, que es un hombre blanco y con pocos estudios, víctima del tan criticado sistema educativo americano, vote a Trump pero la pregunta es porqué la izquierda no consigue alzarse en representante de ese inmenso colectivo que, teóricamente, es carne de socialdemocracia, porque es el que necesita un Estado de Bienestar.
También en el Estado español la crisis del sistema ha generado el nacimiento de movimientos políticos populistas, antisistema, o como se quiera decir. Pero por qué Podemos, mucho más rompedor en las formas que en el fondo, da tanto miedo y Trump con ideas mucho más extremas (y en dirección ideológica contraria) no? La pregunta concreta sería ¿por qué acercarse a algo que se tilda de socialista/comunista da tanto miedo y tontear con el fascismo, no?
¿Por qué el magnate consigue aglutinar a gente y no lo hace la izquierda? ¿Por qué el trabajador y la clase media empobrecida han votado a alguien que dice que luchará contra las élites cuando él es parte de ellas?
Por eso, la victoria de Trump es la derrota no ya de Hillary Clinton sino del Partido Demócrata, que se volcó para que la derrotada candidata ganara al socialdemócrata Bernie Sanders, a pesar de que en esta crisis del sistema en el que el establishment –o la casta- está denostado y constituye una losa. Sanders hubiera podido crear un movimiento similar al de Obama hace ocho años, ilusionante y rompedor, que crease una marea social que llevase a la gente a votar y a hacer campaña con la familia, los amigos, en la barra de un bar o en el gimnasio. Sin embargo, el voto a Clinton fue el resignado, el del mal menor, el que no ha contagiado ilusión.
La socialdemocracia tiene un reto importante en el estos momentos para no ya reformularse sino volver a sus orígenes y constituirse en la alternativa de todas las personas trabajadoras, lleven buzo o corbata.