Por Xabier Irujo Ametzaga
Fue José Iruretagoyena Anza, eminente jurista uruguayo, quien afirmó que decir las cosas bien es una de las pocas formas que nos quedan de ser buenos. Nada más lejos del espíritu del redactor del primer código penal del país del Plata que aquéllos que se empeñan en denominar Constitución Europea a un documento que no es tal ni en la forma, ni en la letra, ni en el espíritu. De hecho, no es sino un débil reflejo de la ya vetusta codicia y egolatría estatalista. A pesar de todo y pese a las evidencias, pretende el traspunte de la Convención que ese zurcido político sea considerado, de facto, una auténtica constitución. Esto último no es sino un insulto a nuestra dignidad e inteligencia. Y, sobre ello, supone una insalubre rapiña de la democracia en Europa.
En primer lugar nace el euroboceto con tres propósitos básicos: ninguno de ellos de carácter constituyente. De un lado y, frente a la actitud distraída de ciertos mandatarios europeos durante la guerra de Irak, fortalecer una política exterior común de modo que en adelante no existan voces disonantes en Europa; en segundo lugar, potenciar una política de seguridad y de defensa común, esto es, fijar los cimientos de un euroejército que deberemos pagar todos aun cuando, según ciertos estadistas, la recesión económica amenaza con menguar los fondos para sufragar una Seguridad Social en condiciones; y, en tercer lugar, al hilo de los cálculos de Niza, asegurar que tras el ingreso de los Estados del Este el poder de decisión continúe en manos de los cuatro estados económicamente más poderosos al Oeste del Danubio. El legisperito ha tenido muy en cuenta que si existe consenso entre Alemania, Reino Unido, Francia e Italia es posible tomar cualquier decisión sin que sea necesario, tal vez porque desde la perspectiva de un conspicuo Giscard D´Estaing no sea relevante, el voto favorable del resto de los estados ni el de uno solo de los ciudadanos del continente. A todo este paquete de buenas intenciones se añaden otras actitudes humanitarias como la de incrementar en 140 millones de euros el presupuesto para que no entren más inmigrantes que los que la mano de obra comunitaria requiere. Quizás ha sido todo ello la causa de que, por pura vergüenza, se evite mencionar a Dios en dicho documento.
El procedimiento de redacción y futura aprobación del boceto es igualmente cualquier cosa menos democrático, tal como exigiría la aprobación de una verdadera constitución. El borrador de Giscard D´Estaing no nace del consenso, ni aún de un Poder Constituyente legitimado por la ciudadanía a través de la única institución de la Unión elegida por el pueblo, el Parlamento. Surge en el seno de la Convención, un órgano creado ad hoc hace escasamente tres años y estatuido en el Consejo de Laeken de diciembre de 2001 por los jefes de Estado y de Gobierno de los estados, compuesto por miembros elegidos a dedo y dirigido por un grupo selecto de doce personalidades, el Presidium, donde los países económicamente más poderosos tienen mayoría y, por tanto, capacidad decisoria absoluta: es, por tanto, a lo más, una carta otorgada, un dictamen, edicto o bando que los estados más opulentos de Europa consienten graciosamente a sus ciudadanos y, ciertamente, a algunos de ellos antes que a otros. A lo más que vamos a tener acceso los ciudadanos europeos en relación con dicho borrador es a aceptar o no al mismo y aún este punto es en alto grado dudoso. Pero ni siquiera vamos a ejercer dicho derecho de ratificación como ciudadanos europeos, sino como ciudadanos de un estado determinado, dado que será en cada uno de los estados donde se celebrarían los hipotéticos referenda. Sobre todo ello, además, una vez que el presidente del presidium de la Convención destape el boceto, serán los mandatarios de los Quince (y no de los Veinticinco) los que celebrarán a puerta cerrada su primer debate sobre la propuesta de Constitución. Ciertamente, un flagrante atropello del principio de soberanía popular. Y una ofensa a una añosa cultura democrática europea.
No es una norma fundadora, fundamental, ni fundamentadora del ordenamiento jurídico europeo y, por tanto, no es, ni tan siquiera desde una perspectiva puramente jurídica, una Constitución. No es una norma fundadora, dado que la Unión nació en Maastricht hace ya una década. No es fundamental, ya que sin ella la Unión funciona perfectamente igual, por lo que es del todo redundante y, por fin, no es fundamentadora del ordenamiento jurídico europeo, dado que nace décadas después de que dicho ordenamiento comenzase a ver la luz. Pero, por lo mismo, no es tampoco una norma jurídica suprema, ya que está subordinada desde la cuna a las Constituciones de los Estados y, fundamentalmente, a las de cuatro de los Estados que conforman una Unión que antes de ser política es económica. De hecho, mientras la política económica será armonizada y centralizada y, por tanto, será competencia de la Unión, la actuación europea en áreas como la política de empleo, la educación o la cultura quedan relegadas a ser meras acciones de apoyo de las políticas estatales. Puede afirmarse, por tanto, que jurídicamente no es sino un tratado tardío fruto de un ordenamiento preexistente que pretende evolucionar patosamente. En virtud del artículo 16 de la Declaración de derechos del hombre y del ciudadano, ´toda sociedad en la que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la división de poderes establecida, carece de Constitución´. Y Europa carece incluso de poderes cuando son los estados los que los detentan: ¿cuál es el Ejecutivo europeo sino el propio Consejo, un órgano no electivo compuesto por los validos de los diversos gobiernos? ¿Es acaso ese espectro consultivo que denominan Parlamento el legislativo, al cual ni tan siquiera le corresponde participar con carácter decisorio en la elaboración de la Constitución? Por lo que respecta al judicial, ¿se puede denominar poder judicial a un tribunal sin ninguna potestad ejecutoria? Europa no sólo carece de división de poderes, sino que carece de poder real. Por lo que respecta a la garantía de los derechos básicos en una democracia, esa Unión de estados ha magullado de tal forma el principio básico de representatividad popular que no hay en todo ese perímetro político de Bruselas una sola institución elegida por el pueblo en una circunscripción electoral europea. Por otro lado, no existen derechos fundamentales o principios jurídicos básicos de rango constitucional a nivel europeo ya que, entre otras cuestiones, la garantía de dichos derechos es competencia exclusiva de los estados. Y es que en virtud del artículo primero del euroboceto la Unión es ´una entidad´ nacida del deseo de los estados y que tiene las competencias que le confieren los mismos. Más aún, el borrador entroniza al Consejo, órgano intergubernamental no electo por le pueblo, para así desplazar a la Comisión, teórico garante del interés común de la Unión, la cual, de mano de su presidente Romano Prodi, ha demostrado un excesivo y acaso peligroso rigor europeísta en los últimos años.
El principio de subsidiariedad que, en virtud del preámbulo y varios artículos del Tratado de Maastricht, debe regir la toma de decisiones de la Unión, de modo que éstas se adopten de la forma más próxima posible al ciudadano, ha quedado no sólo arrinconado, sino completamente menospreciado, profanado y, en fin, disipado. Paralelamente, el principio de transparencia en virtud del cual se pretende lograr una mayor democratización de la Unión a través de una progresivamente mayor claridad en la toma de decisiones ha quedado asimismo desterrado y proscrito por los cofrades del presidium. Y éste, en efecto, no es el medio más adecuado para, venciendo el euroescepticismo, obtener más confianza y credibilidad de la ciudadanía, a la cual se le obliga a permanecer completamente pasiva y al margen de cualquier toma de decisión.
Por todo lo dicho hasta aquí el citado borrador, a fuerza de antidemocrático, es asimismo discriminatorio, dado que despoja del poder de decisión a todos los ciudadanos y pueblos de Europa y a la mayor parte de los estados del continente en virtud de criterios de nacionalidad y poder adquisitivo. Y ninguna constitución debe nacer del expolio político y del saqueo de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
La Unión continúa, por tanto, políticamente inmóvil: nada añade, ni quita, ni cambia dicho tratado al que pomposamente pretenden dar el nombre de Constitución. Seguiremos ligados a una Unión de Estados, alejada de la ciudadanía y de los pueblos que conforman Europa y, por tanto, ilegítima, por no ser fruto de la voluntad popular libremente ejercida en las urnas. Una Unión que no representa a su pueblo sino a los intereses económicos y políticos de los Estados es una fuente yerma, ya que mientras sean éstos y, acaso tan sólo un puñado de entre ellos los entes políticos que detenten el poder, la Unión continuará sin ser una democracia y sin ser europea; porque Europa somos sus ciudadanos, todos nosotros, no sus estados.
Fuente: Xabier Irujo